Por Germán García
En Respuestas N°9, año 2014
Todos aquellos que nacieron, vivieron y
desaparecieron convencidos de la inmortalidad practicaron las maneras que
corresponden a un inmortal. Creo que Jorge Luis Borges, descendiente del
inmortal convencido que fue Macedonio Fernández, describe bien la diferencia
entre un mortal y un inmortal: “Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo
irrecuperable y lo azaroso. Entre los inmortales, en cambio, cada acto (y cada
pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio
visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el
vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada
puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario”.
Es decir que podemos reconocer a un
inmortal por el aburrimiento, producto de la experiencia vivida de que la
eternidad es un bostezo de Dios, una travesura del Diablo.
Otra cosa es extender el tiempo de una
vida, de cualquier manera finita. Aquí tenemos la prueba contraria , la de los
mortales.
Hegel postuló que la muerte es el amo
absoluto, al que la vida subordina sus valores relativos. Contra Hegel,
cualquier suicida demuestra que existen cosas peores que la muerte. La
angustia, la vergüenza, la culpa y tantas otras experiencias –el dolor, la
pérdida del amor- muestran que la muerte no tiene la última palabra.
Entonces, podemos retozar de clonación
en clonación (duplicar la clonación para jugar un solitario acompañado);
siempre que las “condiciones” de la vida sean gratas. Esas condiciones son
nuestros modos de gozar, que nos salvan del hastío de la mera duración.
Al inmortal de Borges los siglos le
dejaron la pobre limosna de palabras desplazadas y mutiladas. Vivir lo justo,
entonces, sería encontrar las palabras que descifran nuestra vida. No todo se
reduce a la lotería genética.
Germán García fue nombrado Doctor Honoris Causa de la Universidad
Nacional de Córdoba en agosto de este año.
No hay comentarios:
Publicar un comentario